Las creencias no estructurantes
Las creencias no estructurantes son aquellas que no limitan ni condicionan nuestra forma de pensar, sentir y actuar. A diferencia de las creencias limitantes, que nos restringen y nos impiden alcanzar nuestro potencial, las creencias no estructurantes son flexibles, abiertas y nos permiten explorar nuevas ideas y posibilidades.
Estas creencias son más fluidas y adaptables, lo que nos brinda la oportunidad de expandir nuestra perspectiva y vivir experiencias más enriquecedoras. No están arraigadas en patrones rígidos de pensamiento, sino que nos permiten cuestionar, aprender y crecer.
Las creencias no estructurantes nos invitan a explorar el mundo desde una mentalidad de apertura, curiosidad y flexibilidad. Nos ayudan a estar abiertos a nuevas ideas, perspectivas y experiencias, lo que nos permite expandir nuestros horizontes y alcanzar nuestro máximo potencial.
Es importante cultivar y fortalecer este tipo de creencias, ya que nos brindan mayor libertad y nos permiten vivir de manera más auténtica y plena. Al estar abiertos a nuevas posibilidades, nos volvemos más receptivos a las oportunidades que se presentan en nuestras vidas y nos sentimos más empoderados para enfrentar los desafíos.
Para desarrollar creencias no estructurantes, es útil cuestionar las creencias limitantes arraigadas y explorar nuevas perspectivas. Estar dispuestos a aprender y crecer, estar abiertos a diferentes opiniones y experiencias, y practicar la mentalidad de crecimiento son aspectos clave para fomentar creencias no estructurantes.
Recuerda que nuestras creencias tienen un impacto significativo en nuestra realidad y en cómo percibimos el mundo. Al adoptar creencias no estructurantes, podemos ampliar nuestras posibilidades, abrirnos a nuevas experiencias y vivir una vida más plena y satisfactoria.
Las creencias no estructurantes
Las creencias no estructurantes actúan sobre aspectos, temáticas o cuestiones relativamente superficiales que no implican al sujeto de manera profunda en su relación con el mundo o consigo mismo. No se trata de creencias existenciales ni particularmente angustiantes. No actúan sobre los valores fundamentales y no tocan la identidad, la organización profunda o la estructuración de la personalidad. Conciernen más a la corteza que al núcleo. La persona puede abordar sus creencias y transformarlas con relativa facilidad.
Las creencias estructurantes
En cuanto a las creencias estructurantes, proceden del anclaje de la premadurez. Aparecen en un individuo como consecuencia:
- de un periodo relevante (por ejemplo, la primera infancia),
- de una primera ocasión (por ejemplo, la primera relación sexual),
- de una vivencia larga y repetitiva (muchos años). (Ejemplo: diez años vividos con la misma persona implican un modelado, identificaciones con el otro y con sus representaciones),
- de una fuerte experiencia emocional, con valor positivo o negativo (ejemplo: una decepción sentimental o un trauma).
Son experiencias alrededor de las cuales se construye, se organiza y se estabiliza el ser humano sobre señales identificables en referencia a su experiencia personal. Esta estabilización es preferible al caos: «Es mejor creer que uno no vale nada, que no creer nada en absoluto», «Prefiero juzgarme culpable de la tristeza de mi madre, que creerme sin familia…».
«No sé vivir sin esta creencia. No puedo vivir sin esta creencia. Por tanto, no quiero abandonarla. Sin importar que limite mis elecciones y sea fuente de sufrimiento, este pensamiento me organiza, me da seguridad, me estructura».
Cuanto más elevado, vital y fundamental sea el valor que descubramos en ese territorio, y cuanto más incómoda y dolorosa sea la emoción, más seguros podremos estar de que la creencia es estructurante.
Las ventanas de huella
Existen creencias estructurantes que se generan en el periodo neo-natal o en la primera infancia. Se acomodan en las «ventanas de huella», de acuerdo con el criterio de Konrad Lorenz. Se trata de impregnaciones de las primeras experiencias, en las que se fundamenta la vida, la supervivencia, el carácter y la personalidad, además de las angustias y defensas con las que se asocian. Como ese niño que llora en la noche porque tiene hambre y no recibe a cambio de sus lágrimas más que los gritos de su padre. Esta experiencia es potencialmente estructurante: «Cuando me siento mal, no puedo pedir ayuda porque lo que recibo es peor», o, en palabras más simples: «Nadie puede responder a mis necesidades».
En sentido inverso, otro niño va a la escuela y se encuentra, en ese contexto, muy valorado por la maestra. Todo marcha muy bien, es una experiencia gratificante para él. Puede estructurarse sobre esa experiencia y, como consecuencia para él, vivirá el hecho de comenzar algo, de integrarse en un nuevo entorno, como una experiencia emocionante y de gran valor.
Las creencias que son muy estructurantes, instaladas de manera precoz en las ventanas de huella, tocan de manera cercana la identidad y la supervivencia de la persona. Están ancladas a gran profundidad y, debido a ello, son difíciles de trabajar.
Por ejemplo: «Si hablo, no van a quererme», «Si soy yo misma, mamá va a estar triste», «Comer es peligroso», etcétera.
Una persona me hizo daño. En términos «normales» no debe agradarme una situación de sufrimiento moral y/o psíquico; pero eso puede convertirse en algo que me guste o que busco. Es lo que sucede, por ejemplo, en las compulsiones de repetición, en las cuales las personas se colocan, de manera repetitiva, en los mismos tipos de situaciones problemáticas. Este fenómeno se observa con frecuencia en las relaciones violentas. Podemos reconocer ahí la movilización de algún elemento de orden masoquista, donde uno de los mecanismos operantes es la inversión, la «transformación en su contrario». «No soporto que las personas sean atentas o tiernas conmigo». Se trata de una perversión, lo cual hace que la creencia, en ese caso, sea muy compleja y muy problemática.
La creencia es una adaptación cognitiva a un momento pasado, a un acontecimiento de huella
A menudo, sus colocaciones se realizan durante la infancia, debido a que, en términos estadísticos, hay más primeras veces durante la infancia que durante la vejez, y porque el sistema neurocognitivo del niño, en desarrollo, es todavía muy maleable, lo cual no impide que pueda tener, más tarde, otras primeras ocasiones que puedan dejar una huella que lo marque mucho: el primer coqueteo, la primera relación sexual, el primer hijo, un duelo, un accidente, un trauma… Estas experiencias pueden inducir creencias estructurantes.
Hacer la distinción entre creencias estructurantes y no estructurantes es una labor fundamental. El trabajo de conciencia no será el mismo, pues las colocaciones, los procesos que las sostienen y los contextos que las envuelven no son los mismos.
Hablaré con mucho agrado, en este caso, de «neurosis estructurante». Entenderemos esta expresión en el sentido de que encontramos síntomas que tienen una función estructurante, que están inscritos a nivel profundo en la historia del sujeto. Ejercen en la psique funciones de protección, de defensa contra la angustia o de organización de relaciones del Yo con el mundo y consigo mismo.
Las creencias estructurantes, como ya dijimos, por lo general son muy precoces. Estas creencias echan sus raíces, en ocasiones, en el «proyecto-sentido», es decir, el deseo o proyecto de sus padres, y en las primeras experiencias de la infancia.
Otro caso fue el de una paciente con padres ya ancianos. Tenían al¬ de cuarenta y cinco años de edad en el momento de concebirla. El proyecto de la madre era tener un hijo que fuera «el báculo de su vejez». Concibieron un hijo y nació una niña, que creció en este proyecto, guiado por deseos inconfesables, por alianzas inconscientes no expresadas. Esta niña llevaba en su interior un esquema de ayuda y de sostén muy poderoso, que organizaba la calidad de sus relaciones y el sentido de su vida en este mundo. En el fondo, era una creencia muy fuerte, anclada a gran profundidad, en la cual «tener relaciones» era equivalente a «sostener a los demás». Decirle de manera brutal que su creencia era falsa y que debía, en lugar de ello, ocuparse de sí misma, habría representado para esta mujer una enorme agresión, un asesinato psíquico, en el sentido de que habría significado una negación de sí misma en tanto sus valores fundamentales. No habría tenido más razón para vivir, se habría quedado sin legitimidad. Al ya no tener un «contrato», estaría en riesgo de «dejar la empresa». Por tanto, era necesario encontrar otra razón para permanecer en la empresa, generar otra creencia (que no por fuerza eliminaría a la anterior, pero la flexibilizaría, la haría relativa…), otro sentido que fuera todavía más profundo, más básico, más existencial.